Por Lácides Martínez Ávila
Hace
ya varias décadas, el extinto poeta y escritor austríaco Robert Musil escribió
un curioso ensayo sobre la estupidez, tema cuya vigencia perdurará, sin duda,
mientras el hombre exista. Como seguramente sean de interés general los
conceptos allí consignados, hemos
extraído la esencia de los principales de ellos para mostrársela a los
lectores.
La
estupidez es concebida por Robert Musil, no como un mal perenne en las
personas, sino como un mal que se presenta
por momentos. Naturalmente que habrá individuos en los que esa aparición
de la estupidez sea más frecuente que en otros, y no es descartable la
posibilidad de que existan personas inmunes a ella. Éstas habrán de ser muy
pocas, desde luego, toda vez que esa vitanda condición del entendimiento es tan
abundante, que Erasmo de Rótterdam, en su “encantador y todavía fresco” libro Elogio de la locura, sostuvo que sin
ciertas estupideces no hubiéramos podido venir al mundo.
No
siendo entonces la estupidez un mal perenne –-como se acaba de decir---, será
impropio hablar de “la estupidez de fulano”, “de zutano”, etc., sino más bien
de las actitudes estúpidas asumidas, en algunos casos, por los seres humanos.
Veremos, a continuación, cuáles son, entre otras, esas actitudes estúpidas, en
opinión de Musil.
En
primer lugar, todo el que se propone
hablar de la estupidez supone de antemano que él no es estúpido, y ésa
ya es una actitud estúpida, porque ¿cómo no va a ser estúpido quien diga,
piense o crea: “yo sí soy inteligente”? Signo de estupidez es también la sorpresa (acompañada casi siempre de
contrariedad y disgusto) que experimenta aquel individuo a quien uno de sus
subalternos decide de pronto llamarlo por su nombre.
También
proceden con estupidez los jefes que optan por sentirse molestos cuando se dan
cuenta de que alguno de sus empleados es tanto o más inteligente que ellos.
Consideran, quizás, que tal hecho pone en peligro su autoridad, su poder. En
este caso, habrá empleados que, por razones de seguridad laboral, se empeñen en
no aparecer como inteligentes ante sus jefes, es decir, en pasar por estúpidos;
pero ésta no deja de ser también una actitud estúpida. Lo aconsejable, en tales
circunstancias, parece ser adoptar una postura prudente, equilibrada ---como sostiene
Aristóteles que es la virtud---: no mostrándose ni muy inteligente ni muy
estúpido, porque, por un lado, “la inteligencia exaspera al poderoso”, quien
sólo a cambio de una devoción incondicional la acepta, y, por otro lado, la estupidez
suscita en él impaciencia y, a veces, hasta crueldad.
“Puede
ser estúpido dárselas de inteligente, pero no siempre es signo de inteligencia
crearse fama de estúpido”, dice textualmente Robert Musil. De este análisis se puede colegir una
conclusión más general: la de que lo más inteligente en esta vida es obrar sin
tratar de llamar mucho la atención en un sentido u otro.
La
vanidad es otra de las actitudes estúpidas del hombre. Alabarse a sí mismo es
un proceder poco inteligente, aparte de que es considerado de mal gusto y
ridículo. Y no solamente es estúpido el alabarse a sí mismo, sino el alabar
explícitamente a los demás. “Decirle a alguien que es un genio o un santo,
sería tan monstruoso como decirlo de sí mismo”. De igual manera, no sólo es vanidad
el autoalabarse, sino que lo es, incluso, el mero hecho de hablar de sí mismo.
Ahora
bien, como quiera que a los poetas sí les está permitido, por parte de la
sociedad, que nos hablen de sí mismos, que nos cuenten sus intimidades, se
puede considerar también, y no sin cierta razón, que, pese a esa licencia
social de que gozan, los poetas son unos estúpidos.
En
suma, la estupidez se manifiesta en todas aquellas actitudes que tienen sus
raíces en una valoración inexacta de sí mismo, ya sea en sentido aumentativo o
diminutivo. Quien se sobrevalora suele cometer estupideces con frecuencia, al
mostrarse altanero o vanidoso ante los demás. Y quien se subvalora también
incurre, a menudo, en estupideces al no mostrarse en su verdadera dimensión a los
ojos de quienes lo rodean.
Musil
distingue dos clases de estupidez: una que es honrada y sencilla, y otra que hasta
podría considerarse como una señal de inteligencia. La estupidez honrada es
propia de aquellas personas débiles de entendimiento que, por ser así, no son
capaces de realizar muchas cosas que se proponen hacer pero que se escapan a
sus alcances. Tales personas hallan dificultad en lograr una definición
racional y sintética de las cosas. Lo que nosotros resumiríamos en la fórmula:
“médico a la cabecera del enfermo”, un estúpido de éstos lo expresaría así: “un
hombre que le sostiene a otro que yace en la cama, la mano; luego hay una monja”.
Para definir la palabra “encender”, ellos dirían: “el panadero prende fuego a
la leña”; para hacer lo propio con la palabra “religión”, se expresarían: “cuando
se va a la iglesia”; con “invierno”: “consta
de nieve”, y así sucesivamente. Esta forma de expresarse es la que, justamente,
utilizan los poetas.
La
otra clase de estupidez, en cambio, caracteriza a aquellos individuos que
proceden estúpidamente, no tanto por
incapacidad para obrar de otro modo, sino en aras de intereses
mezquinos. La estupidez, en este caso, radica, más que todo en el hecho de
fijarse metas indebidas, cuando un espíritu verdaderamente inteligente optaría
por objetivos sanos y acordes con el bien.
Tales
son, a grandes rasgos, las ideas expresadas por Robert Musil acerca de la
estupidez, en un original y peculiar ensayo sobre el tema, que escribió por
allá en la década del treinta del siglo veinte, pero cuya validez y vigencia
permanecerán intactas a lo largo de los años, pues, mientras la humanidad
exista, nunca dejaremos de haber estúpidos en el mundo.
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