EL
EJEMPLO DE MARCO AURELIO
Por Lácides Martínez Ávila
Sabido es que Platón propuso como rectores del Estado a los
filósofos, en quienes prevalece, según él, un alma racional, a diferencia de
los militares, en quienes predomina un alma irascible, y de los comerciantes,
dominados por un alma concupiscible. Sintetizaba su tesis en los siguientes
términos: “Si los gobernantes no son filósofos, los filósofos deben ser
gobernantes”. Se sabe, asimismo, que al insigne ateniense no le fue dable ver materializada
su idea, puesto que las dos veces que, alentado por su discípulo Dion intentó
llevarla a la práctica en Siracusa, no contó con suerte ante el tirano Dionisio
ni ante el hijo homónimo de éste.
Pero, si Platón hubiese vivido unos cinco siglos después,
habría podido presenciar, seguramente satisfecho, eI reinado de un filósofo que
rigió los destinos del imperio romano con gran acierto y sabiduría. Se trata del
estoico Marco Aurelio, discípulo de Apolonio de Calcis y quien reinó en la
segunda mitad del siglo II, habiendo tenido que afrontar durante su mandato diversas
calamidades que le sobrevinieron a su imperio, especialmente problemas de inundaciones
y de invasiones. Pero él supo superar, con singular tino, estas dificultades,
dando ejemplo, para la posteridad, de cómo debe un gobierno afrontar las
desgracias sobrevenidas al pueblo que está bajo su cuidado.
Habiendo heredado el trono de su padre adoptivo, el
prudente Antonino Pío, fue Marco Aurelio un digno sucesor de éste en cuanto al
buen manejo de los asuntos imperiales. Al poco tiempo de haber asumido el
poder, se presentó una grave inundación en Roma por el desbordamiento del río
Tíber y el Po que arrasó numerosas y cultivos, produciendo miseria y una fuerte
hambruna a lo largo y ancho de muchas provincias, males éstos que se agravaron
por una asoladora e iterativa peste. Hubo, además de las inundaciones, intensos
terremotos que dejaron sumidas en la ruina a ricas y próspera ciudades, al tiempo que las pestes alcanzaron hasta
a los estratos más bajos de la sociedad, acabando con la vida, incluso, de
ilustres personajes.
Marco Aurelio acudió de inmediato a socorrer a los
damnificados y contrarrestar tales desdichas, sin escatimar esfuerzos ni
sacrificios, como corresponde a un auténtico gobernante inspirado en los más
nobles principios, ya que, aun en el ejercicio de la política, nunca abandonó sus
estudios filosóficos, especialmente los de moral, más que los de metafísica. Estableció
graneros públicos para combatir la escasez; dictó honrosas y prudentes medidas
para los funerales y entierros, y dispuso otras acertadas normas que surtieron
efectos favorables.
Por otra parte, a A Marco Aurelio, el emperador-filósofo,
le tocó enfrentar el flagelo de la violencia, tanto interna como externamente,
al recrudecerse diversas guerras. A nivel interno, se rebelaron algunos,
pueblos, intentando recobrar su independencia. A nivel externo, varios pueblos germanos
trataron de invadir el imperio, pero Marco Aurelio logró vencerlos a todos. La
más difícil de estas luchas fue la que libró con un pueblo germano llamado de
los marcomanos, que, en asocio con
otros pueblos bárbaros, arremetió ferozmente contra varias provincias del Imperio
y logró, incluso, tras sufrir una derrota ante el ejército de Marco Aurelio,
vencer a éste en una segunda batalla y penetrar acto seguido en Italia
degollando a cuanto habitante encontraban a su paso e incendiando poblaciones y
ciudades.
El filósofo emperador recurrió entonces, para financiar la
guerra, a los medios más nobles y admirables que se puedan concebir, como el de
vender los muebles y adornos de su casa y hasta los vestidos de Faustina, su
mujer, y los suyos propios. Con este maravilloso ejemplo, levantó la moral de
su ejército y despertó el entusiasmo del pueblo. Volvieron las huestes
imperiales a los campos de batalla con renovados bríos y dispuestas a vencer o
morir. No era exiguo tampoco el valor de los bárbaros, y, entre ellos, unos Ilamados
cuados eran los que descollaban por
su osadía. Éstos consiguieron atrapar en un desfiladero sin salida a las
huestes marcoaurelianas, que, en tales circunstancias, veían aproximarse sin remedio
la derrota, acosadas por el hambre y la sed, habiéndoseles agotado ya las
reservas.
Iban, entre los romanos, varios soldados cristianos, que
optaron por arrodillarse y elevar oraciones al cielo. Cuéntase que de improviso
encapotóse el firmamento y empezó a llover copiosamente. Los soldados romanos,
olvidándose de la lucha, sólo se preocuparon por calmar su sed, ventaja que
intentaron aprovechar los cuados para lanzar su ataque definitivo. Pero he aquí
que se produjo entonces un prodigio calificado después por Tertuliano y los
historiadores de sobrenatural y divino: empezó el cielo a despedir, junto con
la lluvia, centellas y pedriscos que caían tan sólo sobre los cuados, los
cuales, atemorizados, quisieron huir, pero, acometidos por Ios romanos, fueron
debelados por éstos. Todos convinieron en que esta victoria se debió a las
plegarias de los cristianos, razón por la cual Marco Aurelio ordenó suprimir, desde
entonces, ciertas medidas que regían en contra de aquéllos.
Más tarde, volvieron a atacar tanto los cuados como los marcomanos,
pero Marco Aurelio venció de nuevo a unos y otros, victorias éstas que
intimidaron a todos Ios pueblos germanos, que se vieron obligados a solicitar
la paz, la cual les fue concedida, Tornarían después a atacar los marcomanos,
pero otra vez Marco Aurelio les infligió una nueva derrota en un sangriento y
largo combate a fines de lo séptima década del siglo II. “Mientras con estos
triunfo ---se dice en una de sus biografías--- crecía en el exterior la gloria
del Imperio, Marco Aurelio se atraía en Roma el aplauso de los ciudadanos por su
vigilante y acertada administración, por su ingenuidad y honradez, por su ciencia
y carácter bondadoso, por su respeto al Senado y su espíritu un justiciero, virtudes
que dieron a los romanos mayor libertad de la que se disfrutó en los días de la República.’ ’
Las victorias de Marco Aurelio fueron inmortalizadas erigiéndosele,
por orden del Senado, una columna monumental, que, dicen los que la conocen,
suscita la admiración en quienes la ven, aún en nuestros tiempos.
Cuando Avidio Casio se hizo proclamar emperador en Oriente,
secundado por otros jefes de provincia, partió Marco Aurelio hacia allá,
dispuesto a sofocar la rebelión o entregarle el trono al sublevado “si los
dioses lo hallaban más digno de poseerle”. Pero no bien había partido, cuando recibió
la cabeza de Avidio, muerto por uno de sus centuriones.
De lo expuesto, puede extraerse, como enseñanza o
corolario, que a quien gobierna con responsabilidad, justicia y rectitud, hasta
las mismas fuerzas sobrenaturales lo ayudan a salir triunfante.
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