jueves, 4 de marzo de 2021

 

LA COSMOLOGÍA EVOLUCIONISTA DE LAPLACE

 Por Lácides Martínez Ávila

Laplace, como es sabido, fue el inventor del sistema cosmológico que lleva su nombre. Apoyándose en Buffon, pero ignorando a Kant, formuló la primera hipótesis cosmogónica científica: la de la nebulosa primitiva del cosmos, con la cual introdujo en la cosmología las ideas evolucionistas.

 

Pierre Simón Laplace, llamado también Marqués de Laplace, nació el 23 de marzo de 1749 en Beaumont en Auge, un poblado de Francia perteneciente hoy al departamento de Calvados. Hijo de humildes labriegos, poco se sabe acerca de su infancia, toda vez que él se cuidó de ocultarla, debido a que, probablemente, transcurrió en un ambiente de miseria y privaciones. Estudió en la Academia Militar de su patria chica y más tarde llegó a ser profesor allí mismo.

 

Deseoso de superación, se trasladó a París, portando algunas cartas de recomendación, una de ellas para el gran enciclopedista Jean Le Rond D’Alembert, quien no se dignó siquiera recibirlo. Laplace decidió entonces escribirle una carta en la que le exponía algunos principios sobre la mecánica. D’Alembert, al leerla, lo mandó a llamar y le dijo: “Jamás he hecho caso de las recomendaciones; pero usted no las necesita. Es suficiente que se haga conocer; me basta y le doy mi apoyo”. Y, efectivamente, D’Alembert tenía razón. En 1773, cuando apenas contaba con veinticuatro años, Laplace fue nombrado miembro de la Academia. Ya antes, y merced al apoyo de D’Alembert, había dictado clases en la Escuela Militar de París, donde tuvo ocasión de examinar al oficial Napoleón Bonaparte.

 

Se dedicó a profundizar sus estudios científicos, especialmente los relativos a las matemáticas. Su vida en París se caracteriza por la tenacidad y la ambición enorme desplegadas por él, acerca de lo cual nos dice Fourier, uno de sus biógrafos más importantes: “Meditaba su glorioso destino con una perseverancia que en la historia de las ciencias no tiene parangón. La inmensidad de sus propósitos halagaba su genio”.  

 

Ya quedó dicho que a los veinticuatro años ingresó a la Academia; esto fue en calidad de adjunto, pero luego pasó a ser examinador del Cuerpo Real de Artillería. Más tarde, fue nombrado miembro titular de la Academia, y, poco después, lo acogió la Sociedad Real de Turín. Entró luego en las academias de Copenhague, de Göttingen, de Milán y de Berlín, y en el Instituto de Holanda. Los nombramientos le venían uno tras otro. En 1794, lo designaron miembro y más tarde presidente del Bureau de Longitudes.

 

También desempeñó cargos políticos varios, como, por ejemplo, en 1818, cuando se le confió la comisión encargada de organizar la Escuela Politécnica. Pero, como hombre público, realmente, fue, como quien dice, un desastre; lo único que hizo fue ocupar cargos en diversos gobiernos, mas, en este terreno, no logró descollar, ni mucho menos. Llegó a ser ministro del Primer Cónsul, pero ocurre que dicha cartera requería, en esa época, un hábil administrador, y Laplace, que no lo era, sólo duró en ella mes y medio, habiendo sido reemplazado por Luciano Bonaparte y recibiendo por sus servicios solamente el sarcasmo de Napoleón, quien, a la sazón, se expresó así: “Desde el primer trabajo nos convencimos de nuestra equivocación. Laplace no comprendía bien ninguna cuestión; en todo buscaba sutilezas, no tenía más que ideas problemáticas, y, en fin, poseía un espíritu de lo infinitamente pequeño en todo lo tocante a la administración”.

 

Después, y a modo de compensación, fue nombrado senador y, posteriormente, canciller del Senado. Alcanzó el grado de Gran Oficial de la Legión de Honor y el de Conde del Imperio, así como también el de Marqués. Igualmente, ocupó un sitial en la Cámara de de los Pares. Murió el 5 de marzo de 1827, abatido por una rápida enfermedad. En sus últimos instantes de vida, profirió la siguiente sentencia: “Lo que conocemos es poca cosa; lo que ignoramos es inmenso”.

 

Los estudios de Laplace versaron sobre la mecánica celeste y el cálculo de probabilidades, siendo el primero de  estos dos aspectos la parte más importante de  su obra. Se dedicó, más que todo, al estudio de los movimientos de la Luna, Júpiter y Saturno, aparte, obviamente, del de la Tierra. Probó que las distancias medias  de los planetas al Sol son invariables, y, asimismo, llegó al conocimiento de que el sistema solar es estable, de modo que las perturbaciones que tienen lugar en el firmamento no ponen en peligro la armonía y el equilibrio del mismo. Hasta tal punto desarrolló el estudio de las variaciones del sistema planetario, que su obra representó, según el concepto de muchos entendidos, una nueva revolución copernicana.

 

Toda esta teoría sobre la mecánica celeste, la expone en su obra maestra, titulada, precisamente, así, Mecánica celeste, escrita en cinco tomos y la cual ha sido considerada por Fourier el “Almagesto” de su tiempo. En este libro reunió Laplace en un todo las investigaciones de Newton, Clairaut, D’Alembert y Euler, entre otros, acerca de las consecuencias del principio de gravitación universal. En los dos primeros volúmenes, analiza la aplicación de los movimientos celestes y, luego de una serie de razonamientos geométricos, llega a la ley de gravitación universal, en la que la gravedad viene siendo tan sólo un caso particular.

 

Laplace aplicó de una manera sistemática la mecánica de Newton al sistema solar, demostrando, por primera vez, que las irregularidades de los movimientos planetarios, lunares, etc., no están en contradicción con la ley de gravitación universal. Asimismo, averiguó por qué la Luna nos presenta siempre el mismo lado no obstante estar dotado este satélite de movimiento de rotación también. Explica el fenómeno diciendo que la Tierra atrae sin cesar hacia su centro el hemisferio que le presenta la luna y que con ello transporta al movimiento de rotación de ésta las grandes variaciones seculares de su movimiento de rotación, ocultándose siempre a nuestros ojos el otro hemisferio. También dedujo que el movimiento de rotación de la Tierra no es variable, o que, por lo menos, la  duración de un día (veinticuatro horas) puede variar la centésima parte de un segundo cada dos mi años.

 

Sus investigaciones acerca de la Luna también le permitieron a Laplace deducir la distancia que hay entre la Tierra y el Sol, así como el aplanamiento de nuestro planeta hacia los polos. Este aplanamiento lo infirió al observar que la marcha de la Luna estaba sometida a la atracción que sobre ella ejerce la Tierra, pero que esta atracción no correspondía a una esfericidad completa ---según se desprendía de las irregularidades mostradas por el movimiento de traslación lunar---, sino a una esfericidad achatada.

 

Sobre Saturno averiguó algo que se ignoraba hasta ese entonces: que los anillos se sostenían únicamente por equilibrio. Asimismo, sobre Júpiter realizó indagaciones importantes, las cuales compendió en dos teoremas conocidos hoy como “las leyes de Laplace”, que se refieren a las tres primeras lunas de ese voluminoso planeta.

 

De acuerdo con su hipótesis cosmogónica, mencionada al principio,  el sistema solar surgió a partir de una nebulosa que se extendía hasta más allá de Urano, es decir, a lo largo de casi todo el emplazamiento actual de aquél y que estaba formada por una especie de atmósfera que rodeaba a un núcleo fuerte condensado y de altísima temperatura. Esta parte atmosférica de la nebulosa, en un momento determinado, comenzó a enfriarse y, en consecuencia, a rotar alrededor del núcleo, lo cual hizo que en el plano ecuatorial de la nebulosa se formaran unos anillos desprendidos sucesivamente de la masa central. Cada uno de tales anillos dio, por condensación en uno de sus puntos, origen a un planeta, y el núcleo central formó el sol, resultando ser los planetas, de este modo, condensaciones de la atmósfera solar. De igual manera, los satélites fueron formados por las zonas que las atmósferas de sus planetas respectivos abandonaron a medida que se condensaron y se enfriaron.

 

De este modo, queda evidenciado el carácter evolucionista de la concepción cosmológica de Laplace, cuyo antecedente más remoto pudiera encontrarse en las doctrinas de Anaximandro de Mileto, pese al carácter puramente mecanicista que se les confiere a éstas.

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