domingo, 30 de diciembre de 2012

A CIPRIANITA (6)


A CIPRIANITA (6)

Fue por mandato divino,
que yo a mi esposa elegí,
pues para Curumaní
mi familia un día se vino.
Fue de un modo repentino
que tal cosa sucedió;
mi familia se mudó,
tal como aquí se describe, 
para el barrio donde vive
la mujer que Dios me dio.

Creadas estas condiciones,
por mí descritas arriba,
yo a Curumaní me iba
a pasar las vacaciones.
Allí, sin preocupaciones,
por las calles me paseaba
descalzo, no me peinaba;
yo era libre de prejuicios:
no me importaban los juicios
que en la gente yo causaba.

Ocurrió que una mañana
que en mi mente se ha fijado,
pasé yo, despreocupado,
por la casa de Cipriana.
Y su figura galana
vi erguida junto a la puerta;
quedé con la boca abierta
al ver tan bella figura,
semejante a una escultura
formada por mano experta.

Como yo sabía quién era,
fui a saludarla por eso,
sin salir del embeleso
que el verla me produjera.
Me admiré sobremanera
de que aquella señorita
fuera la misma niñita
que en El Encanto nadaba;
ahora, que grande estaba,
era en extremo bonita.

Yo seguí pensando en ella
a partir de aquel momento;
se fijó en mi pensamiento
su imagen sublime y bella.
Acerca de esa doncella
pedí informes a mis tías
y a ciertas amigas mías,
habiéndome contestado
que su obrar fue siempre honrado…
Y así pasaron los días.

Al llegar el treinta y uno,
en el que bailar no cuesta,
hubo en su casa una fiesta;
de los que fueron, fui uno.
Y primero que ninguno
me dirigí a la doncella
a fin de bailar con ella
si no tenía qué objetar,
y empezamos a bailar
los dos en la fiesta aquella.

Bailamos la noche entera
sin sentir agotamiento;
yo me hallaba muy contento,
como nunca me sintiera.
Noche bella y placentera
fue aquélla para mi ser,
porque cerca a la mujer
que me prendaba tenía,
también de mi cercanía
satisfecha al parecer.

Al día siguiente un paseo
dispusimos realizar,
y nos fuimos a bañar
a un balneario de recreo.
Yo fui con gusto y deseo
por estar en cercanía
de la mujer que hoy en día
es mi futuro y presente,
la que adoro locamente,
más que a la existencia mía.

Pasamos un ledo día;
nadando nos divertimos;
éramos, de los que fuimos,
paisanos la mayoría.
Cipriana sobresalía
por sus encantos feraces;
yo, con mis ojos vivaces,
seguía todas sus pisadas,
y a veces nuestras miradas
se cruzaban muy fugaces.

Sin ver en ella defectos,
sentí goces sin iguales,
observando sus modales
intachables y correctos.
Sus atributos perfectos
yo apreciaba con agrado,
pues ya me tenía prendado
desde un principio su actuar,
y en la tarde, al regresar,
vine más maravillado.

Y llegó el sublime día
en que ya directamente
yo le expresé frente a frente
el amor que en mí nacía.
Ella, con gran cortesía,
me dio su contestación:
sin brindarme aceptación,
no me dio brutal rechazo;
decidió tomarse un plazo
para pensar la cuestión.

                 Lácides Martínez Ávila

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