Colombia, la clave de Latinoamérica
(Por John Perkins)
"Arabia Saudí, Irán y Panamá ofrecían materia de estudio tan fascinante como inquietante, pero parecían al mismo tiempo excepciones a la regla general. Por la existencia de inmensas reservas de petróleo en los dos primeros países y la presencia del Canal en el tercero, no encajaban en la norma. La situación de Colombia, en cambio, era más típica y MAIN se adjudicó el proyecto y la dirección técnica de un magno sistema hidroeléctrico. Un profesor universitario colombiano que estaba escribiendo un libro de la historia de las relaciones panamericanas me dijo una vez que Teddy Roosevelt había entendido la importancia de su país. Señalando Colombia en un mapa, el presidente estadounidense y ex combatiente voluntario en Cuba había dicho «es la clave del arco de Suramérica». No tengo comprobada esta anécdota, pero es verdad que vista en un mapa, Colombia parece la piedra que remata el resto del continente. Conecta a todos los países más meridionales con el istmo centroamericano, es decir, con los de América Central y del Norte. Dijese Roosevelt estas palabras para describir a Colombia o no, lo cierto es que fueron muchos los presidentes que comprendieron la importancia crucial del país. Desde hace casi dos siglos, Estados Unidos viene contemplando a Colombia como la clave o, mejor dicho, como la puerta de entrada al hemisferio Sur para sus negocios y su política. Colombia es también un país dotado de grandes bellezas naturales: playas espléndidas ribeteadas de palmerales tanto en la costa atlántica como en la del Pacífico, montañas majestuosas, pampas que rivalizan con los grandes llanos del Medio Oeste de Estados Unidos y enormes extensiones de bosque tropical húmedo con una enorme biodiversidad. Los habitantes también son de una particularidad especial, resultado de la combinación de los rasgos físicos, culturales y artísticos de distintas etnias, desde los aborígenes taironas hasta las diversas importaciones de África, Asia, Europa y el Oriente Próximo. Históricamente, el papel de Colombia también ha sido crucial en la historia y la cultura de América Latina. En la época colonial fue la sede del virreinato para todos los territorios españoles al norte del Perú y al sur de Costa Rica. Las grandes flotas de galeones zarpaban rumbo a España desde el puerto de Cartagena de Indias, con su carga de metales preciosos, de tesoros incalculables procedentes del sur, de lo que hoy es Chile y Argentina. Y muchas de las batallas cruciales para la independencia se libraron en Colombia. Por ejemplo, la de Boyacá en 1819, cuando las fuerzas al mando de Simón Bolívar derrotaron a los españoles. En la época moderna Colombia tiene la reputación de producir algunos de los artistas, escritores, filósofos y otros intelectuales más brillantes de Latinoamérica, así como gobiernos responsables en lo fiscal y relativamente democráticos. Fue el modelo que se intentó aplicar a toda América Latina en el programa de reconstrucciones nacionales del presidente Kennedy. A diferencia de Guatemala, su gobierno no sufría el desprestigio de ser obra de la CIA y, a diferencia de Nicaragua, era un gobierno electo que representaba una alternativa a las dictaduras de extrema derecha y a los regímenes comunistas. Por último, y a diferencia de tantos otros países, como los poderosos Brasil y Argentina, Colombia no desconfiaba de Estados Unidos. La imagen de esta nación como aliada fiable se ha mantenido, pese a la lacra de los cárteles de la droga.[1] Las glorias de la historia colombiana tienen, sin embargo, la contrapartida del odio y la violencia. La sede del virrey español lo fue también de la Inquisición. Magníficos fuertes, haciendas y ciudades se alzaron sobre los huesos de los esclavos indios y africanos. Los tesoros que transportaban los galeones, los objetos de culto y las piezas artísticas maestras que se llevaban previamente fundidas para facilitar su transporte, eran arrancados de los corazones de razas antiguas cuyas culturas arrasaban al mismo tiempo las espadas de los conquistadores y sus enfermedades contagiosas. En época más reciente, una controvertida elección presidencial de 1945 produjo una profunda división entre los partidos políticos y dio lugar al período llamado La Violencia (1948-1957), en el que perecieron más de doscientas mil personas. Pese a los conflictos y a las paradojas, históricamente tanto Washington como Wall Street han visto siempre en Colombia un factor esencial para la promoción de sus intereses políticos y comerciales panamericanos. Lo cual se debe a varios factores, además de a la crucial situación geográfica del país. Entre ellos, la percepción de que todos los dirigentes del hemisferio miran a Bogotá en busca de inspiración y guía, y el hecho de que el país es al mismo tiempo un proveedor de muchos artículos que compra Estados Unidos —el café, los plátanos, los productos textiles, las esmeraldas, las flores, el petróleo y la cocaína— y un mercado para los bienes y los servicios que ofrecemos. Uno de los servicios más importantes que hemos vendido a Colombia durante la última parte del siglo XX es nuestra experiencia en ingeniería y construcción. Colombia fue un caso típico, entre los muchos lugares donde he trabajado. Resultaba relativamente fácil demostrar que el país era capaz de soportar ingentes volúmenes de deuda, y de amortizarla con los beneficios que aportasen tanto los proyectos mismos como los grandes recursos naturales de su territorio. Mediante fuertes inversiones en redes eléctricas, autovías y sistemas de telecomunicación, Colombia quedaría en condiciones de emprender la explotación de sus cuantiosos recursos gasísticos y petrolíferos y de sus regiones amazónicas apenas utilizadas todavía. Estos proyectos, a su vez, generarían las rentas necesarias para pagar los intereses y devolver los préstamos. Todo esto, según la teoría. En la práctica, y en coherencia con nuestro verdadero propósito en el mundo, se trataba de someter a Bogotá y ampliar el imperio global. Mi misión, lo mismo que en tantas otras ocasiones, consistía en argumentar la necesidad de unos créditos abultadísimos. En Colombia no se contaba con ningún Torrijos. Por consiguiente, consideré que no me quedaba más salida que presentar predicciones exageradas de crecimiento de la economía y de la carga eléctrica. Salvo algunos brotes de remordimiento por lo de mi trabajo, Colombia se convirtió en un refugio personal para mí. Ann y yo habíamos pasado un par de meses allí a comienzos de la década de 1970, e incluso habíamos depositado una fianza para la compra de un pequeño cafetal situado en las montañas cercanas a la costa caribeña. Creo que durante los días que estuvimos juntos nos hallamos más cerca que nunca de curar las antiguas heridas infligidas en los años precedentes. Sin embargo, al fin llegamos a la conclusión de que eran unas heridas demasiado profundas y nuestro matrimonio estaba ya deshecho cuando llegué a conocer el país más a fondo. Durante esa década, MAIN había sido el adjudicatario de una serie de contratos para desarrollar varios proyectos de infraestructura que incluían una red de centrales hidroeléctricas así como la red de transporte para llevar la electricidad desde las profundidades de la selva hasta las ciudades de la región montañosa. Se me asignó un despacho en la ciudad costera de Barranquilla. Y fue allí donde conocí, en 1977, a una bella colombiana que llegó a ser la causante de importantes cambios en mi vida. Paula tenía el cabello largo y rubio, y ojos de un verde intenso, que no es la idea que muchos extranjeros tienen de las colombianas. Su padre y su madre eran inmigrantes oriundos del norte de Italia. Ella siguió la tradición familiar del diseño de moda, pero no se detuvo ahí sino que fundó un pequeño taller donde transformaba sus creaciones en prendas, que vendía en boutiques de lujo de todo el país así como en Panamá y Venezuela. Era una mujer profundamente compasiva, que me ayudó a superar algunos de los traumas personales de mi fracaso matrimonial, y también empezó a corregir algunas de mis actitudes hacia las mujeres que afectaban negativamente a mi conducta. También me enseñó mucho sobre las consecuencias de lo que yo hacía en mi trabajo. Como he mencionado antes, creo que la vida se compone de una serie de casualidades imprevisibles para nosotros. Desde mi punto de vista éstas comprendían: ser hijo de un maestro, criarme entre chicos en un instituto rural de New Hampshire, conocer a Ann y al tío Frank, la guerra de Vietnam y conocer a Einar Greve. Sin embargo, las casualidades nos exigen tomar decisiones. Nuestro modo de reaccionar, las acciones que emprendemos para enfrentarnos a las situaciones, ahí es donde demostramos que somos distintos. Por ejemplo, destacar en aquel instituto, casarme con Ann, ingresar en el Peace Corps, elegir la carrera del gangsterismo económico… todas estas decisiones me habían conducido al lugar en que ahora me encontraba. Paula fue otra coincidencia, por cuyo influjo emprendí acciones que cambiaron el rumbo de mi vida. Antes de conocerla me había acostumbrado a hacer mis componendas con el sistema. A menudo cuestionaba lo que estaba haciendo, y otras veces sentía remordimientos, pero siempre encontraba la manera de racionalizar mi permanencia dentro del sistema. Me parece que Paula apareció en el momento más oportuno. Tal vez me habría lanzado de todos modos, después de todo lo que había experimentado en Arabia Saudí, Irán y Panamá. No obstante, estoy seguro de que así como fue una mujer, Claudine, quien intervino en grado decisivo para que me uniese a las filas de los gángsters económicos, así también otra mujer, Paula, fue el catalizador que yo necesitaba en este otro momento. Ella me persuadió de mirar dentro de mí mismo y darme cuenta de que jamás sería feliz si continuaba por ese camino.
La república americana contra el imperio global
(Por John Perkins)
-Voy a hablarte con franqueza —dijo Paula, sentados los dos en una cafetería—. Los indios y los granjeros cuyas fincas se hallan a orillas del río donde estáis construyendo vuestro pantano os odian a muerte. Hasta los habitantes de las ciudades, aun sin estar directamente afectados, simpatizan con la guerrilla que ha empezado a atacar la obra. Vuestro gobierno dice que son unos comunistas, unos terroristas y unos narcotraficantes, pero la verdad es que no son más que personas que tienen familia y que vivían en las tierras que tu compañía está destruyendo.
Yo acababa de mencionarle lo de Manuel Torres. Era éste un ingeniero empleado de MAIN y uno de los que habían sufrido recientemente el ataque de la guerrilla en los lugares donde levantábamos la presa. Manuel era colombiano y lo empleábamos porque el Departamento de Estado había promulgado una norma que prohibía enviar ciudadanos estadounidenses a esa obra. Nosotros llamábamos a esto «la doctrina de los colombianos prescindibles», lo que simbolizaba para mí una actitud que había acabado por aborrecer. Y mis sentimientos hacia esas políticas estaban empezando a complicarme la vida demasiado.
-Según Manuel, dispararon con sus AK-47, primero al aire y luego a sus pies —le conté a Paula—. Parecía tranquilo cuando me lo contó pero yo sé que estaba casi histérico. No mataron a nadie. Se limitaron a darles ese mensaje y luego los enviaron río abajo en sus barcas.
-¡Dios mío! —exclamó Paula—. Estaría aterrorizado el pobre.
-Sí que lo estaba. —Y luego recordé que le había preguntado a Manuel si le habían parecido de las FARC o del M-19, refiriéndome a los dos grupos guerrilleros colombianos más temidos.
-¿Y qué? —Él dice que ni de lo uno ni de lo otro. Pero que cree lo que anuncian en esta carta.
Paula recogió el periódico que yo había traído y leyó en voz alta el comunicado. «Nosotros, los que trabajamos a diario para sobrevivir, juramos por la sangre de nuestros antepasados que jamás permitiremos embalses sobre nuestros ríos. No somos más que sencillos indios y mestizos, pero preferimos morir antes que contemplar cómo inundan nuestras tierras. Una advertencia para nuestros hermanos colombianos: no trabajéis más para las constructoras». Dejó el periódico a un lado.
-¿Y qué le dijiste?
Me detuve a pensarlo, pero sólo fue un instante.
-No tenía elección. He de marcar la línea de la compañía. Le pregunté si le parecía que un campesino sería capaz de escribir un mensaje así.
Ella calló, mirándome con paciencia.
-Él se limitó a encogerse de hombros.
Nuestros ojos se encontraron.
-¡Ay, Paula! Me aborrezco a mí mismo interpretando este papel.
-¿Qué más hiciste? —insistió ella.
-Descargar un puñetazo sobre la mesa. Para intimidarlo. Le pregunté si veía lógico que unos campesinos anduviesen por ahí armados con fusiles de asalto. Luego le pregunté si sabía quién había inventado el AK-47.
-¿Lo sabía?
-Sí, aunque le salió la respuesta apenas con un hilo de voz. «Un ruso», dijo. Claro que sí. Le aseguré que tenía razón, que el inventor había sido un ruso comunista llamado Kalashnikov, un oficial muy condecorado del Ejército Rojo. Le di a entender que los autores del mensaje eran unos comunistas.
-¿Tú lo crees así? —preguntó ella.
La pregunta me dejó sin palabras. Francamente, ¿qué podía contestarle? Me acordé de Irán y de cuando Yamin me describió como un hombre atrapado entre dos mundos. En cierto modo me habría gustado hallarme en la obra cuando atacó la guerrilla, o ser uno de los guerrilleros. Me invadió un sentimiento extraño. Envidiaba a Yamin, a Doc, a los rebeldes colombianos. Ésas eran personas que tenían convicciones. Ellos habían elegido mundos reales, no la tierra de nadie entre los de aquí y los de allá.
-Tengo un trabajo con el que cumplir.
Ella sonrió amablemente.
-Lo aborrezco —proseguí.
Pensé en los hombres cuyas imágenes había evocado tantas veces durante los pasados años. Tom Paine, los demás héroes de la Independencia, los piratas, los pioneros del Oeste. Ellos no se quedaban flotando entre dos aguas. Sabían el lugar que les correspondía. Tomaban partido y asumían las consecuencias.
-Cada día aborrezco mi trabajo un poco más —dije.
-¿Tu trabajo?
Ella me tomó de la mano. Nos miramos y entendí la insinuación.
-A mí mismo.
Ella me apretó la mano y asintió lentamente. Sólo con haberlo confesado sentí un alivio inmediato.
-¿Qué piensas hacer, John?
No tenía respuesta. Del alivio pasé a una actitud defensiva. Balbucí las justificaciones acostumbradas: que trataba de hacer algo bueno, que estudiaba la manera de cambiar el sistema desde dentro, y —el viejo tópico— que, si lo dejaba, se encargaría de la misma faena otro peor que yo. Pero adiviné, por la manera en que me miraba, que no se creía ni media palabra. Peor aún: yo tampoco me creía una palabra. Paula me obligó a captar la verdad esencial: la culpa no era de mi trabajo, sino mía.
-Y tú, ¿qué me dices? ¿Tú qué crees?
Ella exhaló un breve suspiro y soltó mi mano.
-¿Tratando de cambiar de conversación?
Asentí.
-Bien, pero bajo una condición: que la reanudaremos otro día.
Tomó una cucharilla y fingió inspeccionarla.
-Sé que algunos guerrilleros han recibido instrucción en Rusia y en China.
Sumergió la cucharilla en su café con leche, lo removió y luego la sacó y la chupó lentamente.
-¿Qué otra cosa pueden hacer? Necesitan aprender a manejar las armas modernas, a luchar contra los soldados que han pasado por vuestras academias. A veces venden cocaína para conseguir dinero con qué aprovisionarse. ¿Cómo conseguir armas, si no? Luchan con una desventaja terrible. Vuestro Banco Mundial no los ayuda a defenderse. Mejor dicho, los obliga a adoptar esa postura.
Tomó un sorbo de café.
-Creo que pelean por una causa justa. La electricidad beneficiará a unos pocos, a los colombianos más ricos, pero otros miles morirán porque las aguas y los peces van a quedar envenenados cuando hayáis construido vuestro embalse.
Se me puso la carne de gallina al oír que se ponía de parte de la gente que luchaba contra nosotros… contra mí. Me clavé los dedos en los antebrazos.
-¿Cómo sabes tanto de la guerrilla?
Pero apenas lo hube dicho tuve una sensación como de desmayo, o como un presentimiento de que no deseaba escuchar la respuesta.
-Algunos de ellos han sido compañeros míos en el colegio —dijo ella, y después de un titubeo apartó la taza y dijo—: Mi hermano se ha unido al movimiento.
Ya estaba dicho. Quedé completamente abatido. Creía saberlo todo de ella, pero esto… Por mi mente pasó la imagen fugaz del marido que regresa a casa y encuentra a su mujer en la cama con otro hombre.
-¿Por qué no me lo habías dicho nunca?
-No venía a cuento. ¿Por qué iba a hacerlo? No son cosas de las que una vaya ufanándose por ahí.
Hizo una pausa.
-Hace dos años que no lo veo. Tiene que ser muy precavido.
-¿Cómo sabes que está vivo?
-No lo sé en realidad. Sólo sé que las autoridades han publicado su nombre en una lista de buscados.
-Es buena señal.
Combatí el afán de discutir, o de tratar de justificarme. Confiaba en que ella no se diera cuenta de mis celos.
-¿Cómo es que se unió a ellos? —pregunté.
Por fortuna, ella estaba mirando su taza.
-Estaba en una manifestación frente a los despachos de una compañía del petróleo… la Occidental, creo. Protestaban contra las perforaciones en territorio indígena, en la selva de una tribu que se enfrenta al exterminio. Eran él y una docena de amigos suyos. Fueron atacados por los militares, molidos a palos y encerrados en la cárcel. Y no habían hecho nada ilegal, fíjate, sólo plantarse delante del edificio llevando carteles y cantando.
Volvió los ojos hacia la ventana más próxima.
-Estuvo preso casi seis meses. Nunca ha contado lo que ocurrió allí, pero cuando salió estaba irreconocible.
Fue la primera de muchas conversaciones parecidas con Paula. Ahora sé que estas discusiones prepararon el escenario para lo que iba a ocurrir después. Yo tenía el alma desgarrada, pero aún me podía mucho la billetera y aquellas otras debilidades que la NSA identificó cuando elaboró mi perfil diez años antes, allá por 1968. Al obligarme a verlo así, al ayudarme a entender las raíces profundas de mi fascinación por los piratas y los rebeldes, Paula me puso en el camino de la salvación. Más allá de mi propio dilema personal, la estancia en Colombia me sirvió para comprender la diferencia entre la vieja república norteamericana y el nuevo imperio global. La República ofrecía una esperanza al mundo. Sus fundamentos eran morales y filosóficos antes que materialistas. Se basaban en los conceptos de igualdad y justicia para todos. Pero también supo ser pragmática, no un mero sueño utópico sino una entidad viva, activa y magnánima. Abría los brazos a los perseguidos y les concedía asilo. Fue una inspiración y, al mismo tiempo, una fuerza con la que era preciso contar: en caso necesario, podía pasar a la acción, como lo hizo durante la Segunda Guerra Mundial para defender los principios que representaba. Las mismas instituciones que amenazan la República, las grandes empresas, la banca y las burocracias gubernamentales, podrían servir para instituir cambios fundamentales en el mundo. Ellas tienen las redes de comunicaciones y los sistemas de transporte necesarios para acabar con el hambre, la enfermedad e incluso las guerras… si fuese posible convencerlas para que tomaran ese rumbo. El imperio global, por otra parte, es la ruina de la República. Es un sistema egocéntrico, egoísta, codicioso y materialista, basado en el mercantilismo. Como todos los imperios anteriores, sólo abre los brazos para acumular recursos, para apoderarse de todo y llenar sus insaciables tripas. Y sus dirigentes recurrirán siempre a todos los medios que consideren útiles para hacerse cada vez más ricos y poderosos. Conforme iba entendiendo esta distinción también veía más claro mi papel. Claudine me lo había advertido. Me había anunciado con toda sinceridad lo que se me exigiría si aceptaba el trabajo que me ofrecía MAIN. Pero hacía falta la experiencia de trabajar en países como Indonesia, Panamá, Irán y Colombia para una comprensión profunda de lo que eso significaba. Y también hacía falta la paciencia, el amor y los antecedentes de una mujer como Paula. Yo era leal a la república norteamericana, pero lo que estábamos perpetrando a través de esa nueva y muy sutil forma de imperialismo era, en lo financiero, la repetición de lo que habíamos intentado en Vietnam por lo militar. Sin embargo, el Sudeste asiático nos había enseñado que los ejércitos tienen sus limitaciones. Los economistas reaccionaron ideando un plan mejor. Y las agencias internacionales de ayuda, así como los contratistas privados al servicio de ellas (o mejor dicho, que se beneficiaban de los servicios de ellas), habían aprendido a ejecutar ese plan con gran eficacia. En los países de todos los continentes yo veía cómo los hombres y mujeres que trabajaban para las empresas estadounidenses, aunque no formasen parte oficialmente de las redes del gangsterismo económico, participaban en algo mucho más pernicioso que lo denunciado por las teorías conspirativas al uso. Como la mayoría de los técnicos de MAIN, estos trabajadores estaban ciegos a las consecuencias de sus acciones, convencidos de que los talleres y fábricas piratas que producían zapatos y repuestos de automóvil para sus compañías contribuían a redimir de su pobreza a los pobres, sin darse cuenta de que los empujaban hacia una esclavitud muy parecida a la de los feudos medievales y las plantaciones sureñas. Y al igual que en esas manifestaciones primitivas de la explotación, los modernos siervos o esclavos eran inducidos a creer que habían mejorado su suerte, en comparación con los infelices marginales que habitaban las regiones míseras de Europa, las selvas de África o el Oeste salvaje norteamericano. Mientras tanto, la batalla interior que yo libraba a cerca de si debía continuar en MAIN o abandonarla se había convertido en una guerra abierta. Sin duda mi conciencia me incitaba a salir, pero aquel otro lado de mi personalidad, o lo que me gustaba llamar la máscara formada en la escuela de administración empresarial, no estaba tan seguro. Yo también tenía un imperio en expansión y sumaba empleados, países y títulos bursátiles a mis diversas carteras y a mi amor propio. Aparte de las seducciones del dinero y del tren de vida lujoso, estaba la adrenalina, el erotismo del poder. Con frecuencia recordaba la advertencia de Claudine: cuando se entraba en eso, era para toda la vida. Paula, naturalmente, desdeñaba esa sentencia:
-¡Qué sabrá ella!
Señalé cómo Claudine había acertado en muchas cosas.
-De eso hace mucho tiempo. Las vidas cambian. Y, por otra parte, ¿en qué consiste la diferencia? Estás descontento contigo mismo. ¿Puede haber algo peor, venga de Claudine o de quien venga?
Paula volvió muchas veces sobre el asunto y al fin tuve que darle la razón. Le confesé a ella y me confesé a mí mismo que el dinero, la aventura y el brillo ya no justificaban la zozobra, los remordimientos y el estrés. Como socio principal de MAIN me estaba haciendo rico y sabía que, si tardaba mucho en decidirme, quedaría atrapado definitivamente. Cierto día mientras paseábamos por la playa cerca del viejo fuerte español de Cartagena, plaza atacada infinidad de veces por los piratas de otros tiempos, Paula me propuso un planteamiento que a mí no se me había ocurrido:
-¿Y si nunca dices nada de lo que sabes? —preguntó.
-¿Quieres decir… que me calle?
-Exacto. No darles una excusa para ir por ti. O mejor dicho, darles buenos motivos para que te dejen en paz, para no remover las aguas.
Era bastante sensato, y me extrañó que no se me hubiese ocurrido. Renunciaría a escribir libros, a contar la verdad de lo que estaba viendo. No emprendería ninguna cruzada, sino que me dedicaría a mi vida privada, a pasarlo bien, a viajar sólo por placer. Y tal vez incluso a formar una familia con una persona como Paula. Estaba harto. Simplemente quería dejarlo todo.
-Todo lo que te enseñó Claudine es un engaño —continuó Paula —. Tu vida es una gran mentira. "